Pablo Gonzalez

Guatemala: El terror vuelve fieras a los corderos



Que los guatemaltecos, acosados por un delirio colectivo de muerte, no nos transformemos en un pueblo de asesinos.

 Que no se rompan los últimos diques de una guerra social a la que nos están arrojando a todos la desesperación y el crimen. Hemos sido un pueblo pacífico, de corderos. No nos transformen en fieras.

En Guatemala están ocurriendo una serie de fenómenos que jamás se habían presentado en nuestra convulsa historia política. 

La pasividad tradicional del guatemalteco ha quedada relegada al pasado -según parece- y una violencia frenética se ha enseñoreado en la vida del país.

No escapa a nadie el curioso fenómeno de que la política del país está debatiéndose al margen de todas las instituciones legales y de derecho. 

Los partidos políticos no determinan nada en tal sentido. Son las facciones clandestinas las determinantes momentáneos e imprevisibles de la vida nacional. 

Es en el terreno de la ilegalidad y de la clandestinidad en donde la verdadera lucha política se está realizando.

Pero, de allí se deriva el otro fenómeno, el mismo carácter clandestino, ilegal y hasta delictivo de tal lucha, el anonimato general de quienes esa luchan esgrimen y ejercen, ha llevado las cosas a un clima de irresponsabilidad, de desenfreno y de exceso como no se habían producido en ningún pueblo y -acaso- en ninguna época.

Hay una consigna general que domina el panorama de tal política: Terror. Ya no terrorismo, sino llana y exclusivamente terror y violencia.

El terror paraliza. Inhibe. Acobarda.

Momentáneamente.

Pero, cuando el terror se exacerba, cuando el miedo llega a un colmo, se produce la reacción contraria y desesperada: se pasa -como tituló Galich a una obra suya- el paso “del pánico al ataque”.

Cuando el hostigamiento se vuelve obsesivo, sistemático, el más cobarde de los hombres, se transforma en una fiera.

 La rabia, la desesperación, el más elemental y ciego impulso de defensa cambian no solo a los hombres sino también a los pueblos.

Y queda siempre, como fruto maldito del terror y de la violencia, el odio. 

El odio añejándose, incubándose, como simiente de nuevo terror y de nueva violencia. 

Cáncer que una vez inoculado en el organismo de un pueblo cuesta mucho, mucha sangre, mucha muerte, mucho llanto desarraigarlo.

Basta ya.

Que la paz no huya definitivamente de Guatemala.

Que los guatemaltecos, acosados por un delirio colectivo de muerte, no nos transformemos en un pueblo de asesinos.

 Que no se rompan los últimos diques de una guerra social a la que nos están arrojando a todos la desesperación y el crimen. Hemos sido un pueblo pacífico, de corderos. 

No nos transformen en fieras.

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