Pablo Gonzalez

James Comey y los vínculos de Hillary Clinton con Rusia

Más vale tarde que nunca, dice la sabiduría popular. 

El martes 9 de mayo Donald Trump cesó de manera fulminante al director del FBI, James Comey, que ocupaba dicho cargo desde al año 2013 y no estaba previsto que lo abandonara hasta el año 2023. 


Parece ser que esta decisión fue tomada siguiendo el consejo de la Fiscalía General del Estado.

James Comey había anunciado en 2016 una investigación sobre las irregularidades y delitos que cometió Hillary Clinton a través del manejo de su cuenta de correo electrónico, tal y como evidenciaron las filtraciones de WikiLeaks desveladas antes, durante y después de las elecciones presidenciales del pasado 8 de diciembre. 

En aquel momento, los mismos senadores demócratas y republicanos que hoy salen en defensa de Comey y critican la decisión de Trump, le acusaron entonces de saltarse la ley, de ser un “rebelde”, algunos pidieron su dimisión, le hicieron responsable de la derrota de Hillary Clinton, y otros afirmaron que habían perdido su confianza en él y que estaba perjudicando la imagen del FBI. La hipocresía y el cinismo con el que están actuando ahora saliendo en su defensa es más que evidente.

Obama critica al director del FBI: “No actuamos a partir de insinuaciones”. El presidente habla por primera vez de la carta de Comey sobre la nueva investigación a Clinton. (…). El equipo de Clinton acusa a Comey de tener un “doble estándar” (El País, 3/11/2016)

Pero James Comey no investigó a su socia Hillary Clinton. Los vínculos de James Comey con los Clinton vienen de muy lejos. En el año 2004 Comey ya ejerció de “abogado” defensor de Hillary Clinton en varios casos que la afectaban cuando éste ocupaba el cargo de Fiscal General Adjunto en el Departamento de Justicia. Posteriormente, como miembro de la junta directiva del criminal banco HSBC, cargo que dejó para ocuparse de la dirección del FBI, Comey engordó las cuentas de la Fundación Clinton a través de varias donaciones millonarias más que sospechosas.

En resumen, James Comey no es un “servidor público” ni un funcionario de carrera imparcial y riguroso con su trabajo, sino un alto ejecutivo de las grandes corporaciones que estaba utilizando su cargo en el FBI con unos fines políticos muy particulares. 

Es un claro caso de “puerta giratoria” entre lo público y lo privado (como todos los demás en Washington, dicho sea de paso). Desde su cargo Comey participaba activamente en la campaña de propaganda contra Rusia que buscaba – además de proteger judicialmente a sus padrinos políticos y de justificar su derrota electoral – boicotear la política exterior anunciada por Trump y sus intenciones de establecer buenas relaciones con Moscú.

Tal es su “rusofobia” que durante una comparecencia ante el Comité Judicial del Senado el pasado 4 de mayo Comey afirmó que “Rusia es la mayor amenaza para cualquier nación en la Tierra”, ni más ni menos. Obviamente no presentó ninguna prueba o evidencia para sostener tal aberración y todas las demás acusaciones lanzadas contra Rusia. 

Tal es así que más recientemente el ex-director de Inteligencia Nacional de EE.UU., James Cappler, se vio obligado a afirmar ante el Senado estadounidense que “no hay pruebas de injerencia rusa en las presidenciales”, contradiciendo lo que él mismo había dicho unos meses atrás – antes de abandonar el cargo – cuando acusó a Rusia de estar detrás de los ciberataques electorales contra el Partido Demócrata.

Todavía estamos esperando por las pruebas que ambos dijeron que aportarían ante el Senado y ante el resto del mundo. ¿A qué están esperando estos peones del imperialismo? ¿Alguien en su sano juicio puede creer que si existiera alguna prueba contra Rusia no la hubieran presentado ya ante los organismos internacionales?

En los seis meses transcurridos tras las elecciones presidenciales James Comey tuvo tiempo de investigar a Hillary Clinton, recopilar información y presentar sus conclusiones ante el Senado. Tuvo tiempo de presentar aunque fuera una sola prueba sobre la supuesta “injerencia rusa en las elecciones” que avalara sus afirmaciones. 

No lo hizo en ninguno de los dos casos, por razones obvias. No había ninguna voluntad de hacerlo. Su cese era obligado.

Desde los grandes medios corporativos y los partidos de la Globalización corporativa (incluidos los medios “progresistas” y la “izquierda neoliberal”) han criticado duramente el cese de Comey alegando que Donald Trump está tratando de impedir que Comey siga investigando sus “vínculos con Rusia” y la “injerencia rusa” en las elecciones que le convirtieron en presidente.

 De hecho Comey había solicitado a Trump “más recursos para la investigación”, según publicaba el New York Times. Pero en este punto debemos preguntarnos de qué “investigación” estamos hablando realmente. Niego la mayor:

No se puede investigar lo que no existe. Por esta razón todavía no han podido presentar ni una sola prueba sólida sobre la “injerencia rusa”. Si no lo han hecho no es porque exista un problema de falta de medios económicos o materiales, cuando Washington dispone de 17 agencias de inteligencia que en conjunto tienen un presupuesto que roza los 53.000 millones de dólares (el dato corresponde al año 2013, hoy en día es superior). 

Sino que se trata de una farsa política que se quiere eternizar porque forma parte de una estrategia más amplia destinada a criminalizar a una potencia en continuo ascenso a la que se quiere eliminar del tablero geopolítico global, siguiendo la “doctrina Wolfowitz” (1992). Así de sencillo.

Todo es pura propaganda de guerra, como lo es la “invasión rusa de Ucrania”, los “bombardeos rusos contra civiles en Siria”, o comparar a Vladimir Putin con el mismísimo Hitler, como hicieron Hillary Clinton y diversos medios de comunicación de forma vergonzante en varias ocasiones.

Pero además, si se trata de investigar los vínculos de las élites políticas estadounidenses con Rusia, podrían comenzar por investigar los vínculos que la propia Hillary Clinton y su jefe de campaña John Podesta mantienen con las élites rusas. Veamos algún ejemplo:

Como secretaria de Estado, Hillary Clinton, aprobó la venta de varias empresas mineras dedicadas a la extracción de uranio, principalmente la canadiense Uranium One, que fueron compradas por la Agencia Rusa para la Energía Atómica a través de la empresa Rosatom. De esta forma Rusia, la “malvada” Rusia, se ha apropiado del 20% de las reservas de uranio de EE.UU. Esto ocurrió bajo el mandato de Obama y Hillary. 

El propietario de Uraniun One y encargado de dirigir esta operación, estratégicamente nefasta para los intereses estadounidenses, fue el empresario Frank Giustra, amigo y socio de Bill y Hillary y miembro de la Fundación Clinton, fundación que recibe periódicamente sus jugosas “donaciones” en agradecimiento por los servicios prestados por los Clinton.

Por otro lado, el Grupo Podesta, co-propiedad del jefe de campaña de Hillary en las últimas presidenciales de 2016, John Podesta, fue contratado por los dos bancos privados más grandes de Rusia, Sberbank y VTV Capital, para que defendiera sus intereses económicos en Washington y tratara de dar marcha atrás a las sanciones aplicas por EE.UU. contra empresas y bancos rusos, dada su influencia dentro del gobierno de Obama. 

El banco Sberbank, en concreto, fue además el encargado de financiar la operación de compraventa de las empresas de uranio antes mencionadas, y el Grupo Podesta ejerció de intermediario entre el banco y la empresa minera Uraniun One, empresa a la que Podesta también asesoraba.

Es decir, que al mismo tiempo que Hillary Clinton y su director de campaña centraban sus ataques en la “injerencia rusa en las elecciones” y en los “vínculos de Trump con Rusia”, ambos trabajaban en favor de las empresas y bancos rusos a los que el gobierno estadounidense sancionaba, actuando en contra de los propios intereses estratégicos de su país y haciéndose ricos con todo ello.

 Todavía hoy en día tienen la desvergüenza de seguir con su campaña de propaganda acusando a Trump de mantener “vínculos con Rusia”. Increíble pero cierto. Si mantener “vínculos con Rusia” fuera por sí mismo un crimen imperdonable, los dirigentes “demócratas” serían los primeros en pisar la cárcel.

La cuestión es que Donald Trump, que en campaña electoral prometió juzgar o incluso “encarcelar” a Hillary Clinton si era elegido presidente, devuelve con este cese de Comey el golpe político y moral que supuso para su gobierno la forzada dimisión de Michel Flynn días después de ser nombrado Asesor de Seguridad Nacional, tras hacerse públicas unas conversaciones que Flynn mantuvo “en secreto” con varios funcionarios rusos, a pesar de que estas reuniones eran legales y legítimas y no supusieron ni mucho menos “una amenaza para seguridad nacional de EE.UU”.

Realmente este es otro capítulo más de la guerra interna entre las élites que se está desarrollando en Washington. James Comey es un funcionario del Estado Profundo al servicio de la guerra. Su cese debería ser tan sólo el primero de una larga lista de nombres que Donald Trump necesita eliminar si pretende realmente “drenar el pantano” e implementar su propia agenda política exterior, tal y como prometió en campaña, a pesar de sus peligrosas contradicciones.


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